miércoles, agosto 03, 2005

Peñarol, campeón

Este blog no va a tener ninguna noticia relevante hasta noviembre, así que por mientras lo voy a rellenar con mis escasas historias de fútbol.

El partido más relevante al que he ido fue la final de la Copa Libertadores de 1987. Se enfrentaban América de Cali y Peñarol, equipo del que hasta ese día no tenía idea de que existía. La final se disputó en el Nacional de Santiago de Chile porque los partidos anteriores de ida y vuelta terminaron en empate y las reglas de ese entonces dictaban que el desempate debía jugarse en territorio neutral. Según el buen JP Vilches, la definición a penales entró en 1989.

Mi presencia en el coliseo de Ñuñoa no tenía que ver con las ganas de ver el juego, sino porque a mi papá le habían regalado (o se había conseguido por pituto, no sé) entradas en una ubicación casi preferencial al lado de tribuna Pacífico. Los pases que alcanzaban para papá, mamá, mi único hermano en esa época y yo. Así que DLP fue un domingo en familia a ver un partido que no le interesaba en absoluto, sin tener idea de qué se jugaba ni de quiénes eran los involucrados. Fuera de talla, creo que me enteré de a dónde íbamos cuando faltaban dos cuadras para llegar al estadio.

A propósito, era la tierna época en que se podía ir con los niños al estadio, para los lectores jóvenes.

Hay que mencionar que mi mamá es ligeramente más pelotera que el resto de las mujeres, así que si se dan ciertas condiciones es capaz de seguir un partido por TV y hasta emocionarse en algunos momentos. Aunque, pensándolo bien, en una casa con cuatro hombres no le queda más remedio que sintonizar. Pero bueno, el caso es que ese día mamá estaba con ganas de ver el juego porque tenía simpatía por el América y quería gritarles algunos goles. Ahora viene la parte chistosa: nuestros asientos estaban en medio de la barra del Peñarol. Así quedó esta familia hincha de los colombianos en medio de una marea uruguaya que se había tomado buena parte del estadio ("Claro, Uruguay queda más cerca de Colombia", teorizábamos) y que tenía a mamá casi por completo cohibida.

Del partido en sí me acuerdo muy poco. Para que vean, según los libros de historia ese partido terminó 1-0, pero no sé por qué en mi cabeza tengo un 2-1. De lo que sí me acuerdo es que mamá se agarró casi a trompadas con un hincha uruguayo porque le gritó el gol en la oreja y que hacía poco que estaba funcionando el marcador electrónico del estadio, así que en los momentos fomes del encuentro me dedicaba a mirar las animaciones.

Ahora, llámenme vendido y todo lo que quieran, pero esa tarde no pude evitar empaparme del espíritu del Peñarol. Los gritos, los cánticos y el fervor de la hinchada al final hicieron mella en mí, y el niño anteojudo que entró a la galería poniente sin dar un peso por ninguno de los dos equipos estaba convertido, cuarenta minutos después, en el fan número uno del equipo de las franjas albinegras. Sin vergüenza alguna me uní a los coros de "Peñaro-o-ol, Peñaro-o-ol", al comenzar el segundo tiempo lo único que quería era que la copa se fuera a Uruguay, salté como un chimpancé cuando se anotó el gol y vitoreaba a rabiar cuando los jugadores dieron la vuelta olímpica con el trofeo en la mano. Hasta el día de hoy recuerdo la animación del marcador electrónico que decía "Peñarol CAMPEON". "Los conversos son los peores fanáticos", dice Rafa Cavada, y ese día fui el más fanático de los conversos.

Y, por supuesto, llegó el lunes y se me pasó todo.


PD: No pude evitar recordar este episodio cuando leí el cuento "Wilmar Everton Cardaña, número 5 de Peñarol", de Roberto Fontanarrosa. Es un cuento muy emotivo y divertido. Búsquenlo.